Capítulo 29: Un timbre que queda en la memoria
La habitación de invitada de Sierra constaba de dos cuartos: un dormitorio y una sala de recreo que también hacía de espacio de recepción.
Cuando despertó, se sorprendió por el papel tapiz de base amarilla y los lujosos enseres; hasta el punto de que, por ser demasiado amplia para usarla sola, pensó que quería cambiar de habitación de inmediato.
Dado que era una habitación preparada para dos personas en su viaje de bodas, era natural, por así decirlo, que fuese tan amplia; pero al pensar en que Alfred se había visto obligado a salir de la habitación, se sentía cohibida.
Sin embargo, aunque se lo dijera a Melina o a Moritz, o hablara con los sirvientes del palacio, la habitación de Sierra no cambiaba.
Como se había desmayado mientras salía de incógnito con la princesa del Reino de Ronatia, los sirvientes y los caballeros del palacio eran extremadamente atentos con Sierra.
Decían que, por las molestias causadas, querían brindarle un servicio y una hospitalidad suficientes.
(Están teniendo tantas consideraciones conmigo que, al contrario, me cansa…, pero tampoco puedo decirlo.)
Incluso para volver a una habitación de invitada tan excesivamente lujosa, la gente que se cruzaba por el pasillo no paraba de preguntarle si había algo en lo que tuviera problemas.
Exhalando un suspiro, Sierra se dejó caer exhausta en el sofá. El sofá, que seguramente estaría hecho con un material de alta calidad, envolvió el cuerpo de Sierra con suavidad.
“Oye, Melina. Agradezco que se preocupen por mí, pero ¿no te parece que es un poco excesivo? Me pregunto por qué será…”
“Quién sabe, ¿por qué será?”
Esbozando una sonrisa resplandeciente, Melina avanzaba con destreza en la preparación del té.
Por supuesto, para dos.
Porque, seguramente, Alfred vendría aquí dentro de poco.
No obstante, aunque le faltaba una parte de sus recuerdos, era imposible que Sierra, que había apreciado a Melina como a una hermana en la Casa Kurufelt, no se diera cuenta de su mentira.
“Melina, ¿no me estás ocultando algo? En tu voz hubo un leve temblor.”
Al mirarla fijamente, Melina dejó escapar un suspiro como quien se rinde.
“… Puede que sea por el rumor de la maldición de la princesa Isabella.”
“¿La maldición de la princesa Isabella?”
“… Es algo de antes de que usted se desmayara, señora.”
Aunque con un poco de vacilación, Melina le explicó.
Que se había extendido el rumor de que Isabella del Reino de Ronatia estaba maldecida por el Reino de Vanzell, y que Alfred pretendía actuar junto con Isabella para demostrar que la maldición no existía.
Y que justo en ese momento Sierra se desmayó y perdió la memoria.
“… Entonces, ¿eso significa que el asunto de la maldición de la princesa Isabella está ahora mismo desatendido? ¿Estará todo bien?”
¿En qué momento tan inoportuno se había desmayado?
Que incluso algo tan importante lo hubiera olvidado.
De verdad quería recordar todo cuanto antes.
“Mientras Lord Alfred no se mueva, así será, supongo. Pero, dado que usted ha quedado en este estado, para ser sincera, no quiero tener nada que ver con la princesa Isabella.”
Ante la voz fría de Melina, Sierra se sobresaltó.
“Lo siento. Te he hecho preocuparte mucho también a ti, Melina. Pero no quiero que, por mi culpa, el asunto de la maldición de la princesa Isabella quede sin que sepamos nada.”
Desde que se desmayó hasta ahora, Melina, que estaba a su lado, seguramente se había preocupado más allá de lo imaginable.
Por eso, entendía que no debía preocuparla más.
Aun así, si alguien estaba en problemas, quería hacer lo que estuviera en su mano.
“Siendo usted, estaba segura de que diría eso. Por eso no quería contárselo.”
Ante esas palabras algo mohínas, Sierra sintió la amabilidad de Melina y sonrió.
Y se puso en pie para abrazar a su doncella querida.
“Gracias por contármelo, Melina.”
“Pero no permitiré bajo ningún concepto que la señora se exponga a un peligro.”
“Jeje, tendré cuidado.”
Seguramente Melina aún no le había contado todo a Sierra. Así lo sintió.
Aun así, era porque se preocupaba por Sierra.
(Sólo tengo que recordar.)
Por eso, para tirar de los recuerdos olvidados, quería hacer sonar la caja de música, prueba del amor entre ella y Alfred.
“Melina, ¿no habrá algo más que Lord Alfred me diera antes de que perdiera la memoria?”
“Pues veamos… Aunque lo hubiera, no sé si habría algo que nos hubiéramos llevado hasta el lugar del viaje. Usted decía que no quería perder nunca un regalo de Lord Alfred…”
“Algo que fuera especialmente valioso, o algo que llevara siempre encima, ¿no hay?”
En el exterior de la caja de madera estaban tallados motivos florales y se incrustaban pequeñas gemas; era tan hermosa que, si le hubieran dicho que era un adorno, se lo habría creído.
De hecho, la primera vez que la vio, Sierra no pensó que aquella caja de madera fuera una caja de música.
Tenía tal nivel de ornamentación y, además, en la tapa inferior había un mecanismo amoroso.
Seguramente, la llave tampoco sería normal.
Sin embargo, era un regalo para su esposa.
No tendría sentido si Sierra no pudiera hacerla sonar. No debía de ser un mecanismo tan complicado.
“Ahora que lo pienso…”
Lo que Melina miró fue el collar que brillaba en el pecho de Sierra.
Dentro de un cristal del tamaño de la uña del meñique, la luz hacía parecer que un arcoíris estaba encerrado.
Y ese color se parecía mucho al color de los ojos de Sierra.
“Por costumbre, no me había fijado, pero ahora que lo pienso, usted siempre llevaba este collar. Creo que este collar también fue un regalo de su señor esposo más o menos por la misma época que la caja de música.”
“¿De verdad?”
Sierra se quitó el collar y enseguida preparó la caja de música.
En la base que sostenía el cristal del collar había una especie de marca como de roce.
Era un lugar que no se rayaría si se usara simplemente como collar.
Y en el lateral de la caja de madera había un motivo donde encajaba a la perfección.
Clac. Cuando Sierra lo encajó, el interior de la caja de madera comenzó a moverse.
Y entonces, el timbre que llegó a sus oídos fue—
Una melodía dulce, que caldeaba el pecho.
La conocía.
Incluso sin palabras, con sólo escuchar esta pieza lo comprendía.
Que el amor de Alfred era auténtico. Cuánto era amada ella.
Desde la infancia, siempre había escuchado esa canción en lugar de palabras de amor.
Era la canción de amor compuesta por su padre.
Una canción que amó junto a su madre.
(Ah, madre…)
Las lágrimas le corrieron por las mejillas.
“… Hic, hue, uuh…”
Diversas emociones se arremolinaron como una corriente turbia, y se le escaparon los sollozos.
Le dolía el pecho, le resultaba doloroso. Le dolía la cabeza.
Aun así, la dulce melodía rebosaba de amor. La guiaba a Sierra.
(… Lo he recordado, todo. Lo de madre, lo del “Bosque Maldito”, lo de Lord Alfred…)
Aun así, los recuerdos que regresaron de golpe no le permitieron calmar el corazón con facilidad, y Sierra siguió llorando emitiendo voces que no se convertían en palabras.
Melina le acariciaba la espalda con dulzura.
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